jueves, 27 de septiembre de 2007

Pregón de las Fiestas de la Virgen del Rosario 2007

Sr. cura párroco, autoridades, convecinos, amigas y amigos: Buenas noches.


Sean mis primeras palabras para expresar un doble agradecimiento. Primero, a la Junta Directiva de la Asociación de Vecinos Vegueta-Santo Domingo, organizadora de las Fiestas de la Virgen del Rosario, por el ingente trabajo que viene realizando con tal motivo, así como por haberme propuesto el alto honor de pregonar las fiestas de este año 2007. Y segundo, quiero también dar las gracias a todos ustedes, que con tanta voluntad se han acercado esta noche a esta antigua joya arquitectónica que es la Iglesia de Santo Domingo, a escuchar a este pregonero.

Para quien no lo sepa, yo nací en una casita que está en la calle de Los Reyes, casi frente a la antigua Caja Recluta. Con muy pocos años de edad, mis padres se trasladaron al Callejón de Los Majoreros (hoy Dr. Hernán Pérez), esquina con la calle Dr. Nuez Aguilar. Allí crecí, allí me casé y allí nacieron mis seis hijos, todos bautizados en esta parroquia. Más tarde me mudé a otro lugar, pero continué siendo vecino de Vegueta, pues mi despacho profesional está en este barrio, en la calle Fray Lesco. Como verán, soy veguetero de la cabeza a los pies, de lo que presumo y llevo con gran orgullo.

Ahora quisiera hablar algo, no mucho, de los orígenes de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, que, en definitiva, es hablar de Vegueta.

Según nos cuenta la historia, el 24 de Junio de 1478, día de San Juan, desembarcó en La Isleta una expedición mandada por el capitán Juan Rejón y el deán Bermúdez, enviada por los Reyes Católicos. Ese mismo día, y en la margen derecha de la desembocadura del barranco Guiniguada, Rejón funda el Real de Las Palmas, denominación debida a que en aquel paraje existía un pequeño palmeral. El campamento militar, una vez desecha la débil resistencia aborigen existente en aquella zona, se instala en una colina cercana al Guiniguada, en las inmediaciones de la actual ermita de San Antonio Abad.

Posteriormente, los reyes destituyen a Rejón y designan nuevo gobernador al general Pedro de Vera, quien continúa la conquista de la isla. La captura y conversión de Tenesor Semidán y el suicidio de Bentejuí, despeñándose, ponen fin a la conquista de la isla el 29 de Abril de 1483, día de San Pedro Mártir, fecha en la que queda incorporada a la Corona de Castilla.

Aquel núcleo originario se desplazó con posterioridad a la zona de la actual Plaza de Santa Ana y adyacentes, donde se van levantando edificios civiles y religiosos. Así nace, propiamente, el barrio de Vegueta, en el que se va instalando el poder representativo de la Corona, de ámbito político-administrativo, judicial y religioso, además de la capitanía general, con jurisdicción extensiva a todo el archipiélago, durante más de tres siglos. Así, tenemos la Iglesia Catedral, las Casas Consistoriales, el Obispado, la Casa Regental, la Real Audiencia de Canarias y el Tribunal de la Santa Inquisición, abolido definitivamente por Real Decreto de la regente María Cristina de Borbón, madre de Isabel II. Igualmente, comienzan a levantarse algunas edificaciones civiles, consecuencia del paulatino crecimiento poblacional, así como el primitivo hospital de San Martín. La ciudad tenía tres fronteras naturales: al norte, el barranco Guiniguada; al naciente, el mar; y al poniente, las montañas o riscos de San Roque, San Juan y San José. La frontera sur lo fue una muralla que avanzaba desde el risco al mar, a la altura del Callejón de Los Majoreros, como así llamamos los de mi generación a la calle Dr. Hernán Pérez.

No debemos omitir que en Agosto de 1492, en una operación financiada por los Reyes Católicos, arriban tres carabelas, la Pinta, la Niña y la Santa Maria, para su avituallamiento y reparaciones, mandadas por el navegante genovés Cristóbal Colón, que pretendía llegar a las indias orientales navegando hacia occidente, pues ya se había demostrado que el mundo no era plano sino redondo. ¡Menudo chasco se llevó D. Cristóbal cuando divisó tierra y se topó con unos caballeros que en nada se parecían a los de las indias orientales!

Corre el tiempo. La caña de azúcar es, básicamente, el inicio de una actividad mercantil pujante, que se asienta en la isla creando riqueza, lo que hace que algunos corsarios intenten arribar a la ciudad atraídos por la importancia de tal actividad, pero son rechazados.

A finales del siglo XVI, en Octubre de 1595, una flota inglesa capitaneada por Francis Drake y John Hawkins hace el mismo intento, pero las fuerzas de la isla consiguen que se retiren.

Pero el 28 de Junio de 1599 la Gran Armada holandesa, dirigida por el almirante Pieter Van der Doez, lanza un gran ataque y consigue tomar la ciudad. Tal invasión sólo duró unos días, pues fue defendida con tanto arrojo y valentía, que el 4 de Julio los holandeses hubieron de desistir de su empeño y abandonar la isla, no sin antes incendiar conventos, edificaciones oficiales y casas civiles. Entre otros, fue objeto de incendio y destrucción el convento dominico de San Pedro Mártir, levantado aquí a comienzos del siglo XVI, así como la primera iglesia de Santo Domingo, erigida a su lado. La actual iglesia fue reconstruida en el mismo lugar a comienzos del siglo XVII. Lo que fue el convento se reconstruye y se le da uso de leprosería y manicomio, y con posterioridad se convierte en el Colegio de San Antonio, como asilo para niños desamparados. La fuente de la Plaza de Santo Domingo data del siglo XVIII.

No quisiera terminar esta primera parte del pregón sin hablar del binomio Santo Domingo-Virgen del Rosario. Tiene su origen, según la tradición, en que a comienzos del siglo XIII la Madre de Dios “en persona” se le apareció a fray Domingo con un rosario en sus manos y le enseñó a recitarlo. Le dijo, además, que propagara el rezo del rosario por todos los caminos, indicándole que era una poderosa arma para defenderse o ganar batallas al enemigo de la Fé.

¿Y por qué esta festividad se celebra el 7 de Octubre? Remontándonos a finales del siglo XVI, los musulmanes dominaban el Mediterráneo y pretendían invadir naciones europeas y acabar con el cristianismo allí implantado. El Papa Pío V patrocina una flota en la que participan España y la república de Venecia, incorporándose también soldados papales, la que, siendo inferior a la musulmana en número de naves y hombres, consiguió destrozarla y diezmarla el 7 de Octubre de 1571, en la célebre batalla de Lepanto, y no porque D. Juan de Austria demostrara ser un gran estratega naval, sino merced a que la flota cristiana, según nos cuenta la historia, había rezado el rosario antes de iniciarse dicha batalla. Es el Papa Pío V, pues, quien instituye esa fecha como fiesta de la Virgen de las Victorias y, posteriormente, su sucesor, Gregorio XIII—autor del calendario gregoriano—, pasa a denominarla Virgen del Rosario.

Después de narrar estos hechos históricos, desgraciadamente preñados de situaciones bélicas, aunque vistos como gloriosos en su época, quisiera hacer un canto a la solidaridad y la paz entre los pueblos. Observando la situación actual de este planeta, parece que estamos en el camino de repetir tales acciones y, más que por motivaciones religiosas, lo es por razones económicas, aunque se intente vestirlo con otra etiqueta. Cuando éramos niños, los profesores nos hablaban de la ferocidad con que los bárbaros del norte invadían y destruían otros pueblos o países y, al oírlo, se nos ponían los pelos de punta, a pesar de la lejanía de tales hechos en el espacio y en el tiempo. Hoy se invaden y se dominan países y parece no preocuparnos mucho mientras no se toquen nuestras casas.

Y ya, más cercanamente, este canto a la solidaridad, armonía, hermandad y paz lo hago concretado a nuestro pueblo, al pueblo canario, porque, a través de editoriales domingueras de un contenido patético y ultrainsularista de un periódico de estas islas, aparentemente auspiciado con el silencio del Gobierno de todos los canarios, se persigue exactamente lo contrario, desde hace años.

Después de estas reflexiones, que no he podido evitar, y que suenan a aires de nuestra malagueña, les invito, con aires de folías, a dar un paseo por nuestro hermoso y entrañable barrio de Vegueta, el mismo paseo que suelo hacer con amigos foráneos cuando visitan la isla.

Me sitúo en el Mercado de Vegueta, al pié del barranco Guiniguada. Avanzo por la calle Mendizábal, subo la calle Montesdeoca y, durante unos minutos, me siento en un banco de la Plazoleta de San Antonio Abad. A continuación, tomo la calle Colón (antiguamente calle de Los Portugueses) y bordeo la Casa de Colón, que me lleva a la Plaza del Pilar Nuevo. Bajo por la calle de Los Balcones y entro en la calle Agustín Millares (antiguamente calle de La Gloria), desembocando en San Agustín. Subo la calle Dr. Chil, cruzo la calle de Los Reyes y alcanzo, al final, la Fuente del Espíritu Santo. Desde allí, bajo a la Plaza de Santa Ana, donde vuelvo a sentarme algunos minutos, en contemplación. Luego, avanzo por la calle del Reloj (antiguamente calle de Las Vendederas), subo nuevamente por Dr. Chil y, girando a la izquierda, atravieso las calles Dr. Verneau, San Marcos y García Tello, hasta que, finalmente, llego aquí, a esta recoleta y armoniosa Plaza de Santo Domingo, tantas veces cantada en prosa y en verso por ilustres plumas canarias.

Pasear por estas calles, a pleno día, da ocasión de contemplar hermosos zaguanes y alegres patios y corredores llenos de luz, plagados de flores. Pero realizar el mismo camino ya avanzada la noche, envuelta casi en el silencio, sólo con el rumor de una leve brisa, da al espíritu del paseante un gran sosiego. Pero, además, la visión de los diferentes estilos arquitectónicos que allí coexisten, así como el trazado de las calles, con sus rincones, le aviva la imaginación y le hace evocar otro tiempo, llevándole a su mente historia de siglos, hasta casi sentirse verdadero protagonista de esa historia. Tal es la identidad del barrio de Vegueta, cuna de la ciudad, inconfundible y único.

En este lento recorrido, y a pesar de los distintos estilos que se entremezclan, hay algo que se repite: la belleza de las balconadas de madera y la piedra denominada cantería azul, de Arucas, labrada a mano con picareta.

Y así, entre otras edificaciones, se podrá conocer y deleitarse con el Mercado de Vegueta, el lugar donde oró Colón, el museo Casa de Colón, el antiguo colegio de Las Teresianas—donde existió el primer hospital de San Martín—, el antiguo Banco de España, el Palacio de Justicia, la casona del Condado de la Vega Grande, el antiguo Seminario, la casa del Marquesado de Arucas, la iglesia del Espíritu Santo, así como su fuente—donde no se moja el agua—, las Casas Consistoriales, la antigua cárcel, la Casa del Regente, el Palacio del Obispado, la Catedral , el Museo Canario, el caserón del antiguo colegio de Doña Salomé y la Plaza de Santo Domingo, en la que destaca esta bellísima iglesia, con su altar situado al naciente, como siempre fue tradicional, y su coro al poniente. No voy a describir el contenido de este templo, porque ustedes ya lo están viendo. Pero recuerdo, cuando era niño, que me sentía pequeñito como una hormiga cuando alzaba la vista y miraba las bóvedas estrelladas. ¡Es el cielo!—pensaba. Asimismo, destacan el Colegio de San Antonio, con su pequeña ermita, el caserón de la Orden del Cachorro Canario y la emblemática fuente, que preside la plaza.

Recuerdos, recuerdos y más recuerdos de mi niñez, relacionados con el barrio, se agolpan en mi mente. Los chiquillos hacíamos muchas cosas, desde mataperrerías hasta fabricarnos nuestros propios juguetes. Consecuencia de la época, estábamos sobrados de imaginación.

Así, fabricábamos patinetas, camionetas, jiñeras y tiraderas para cazar pájaros, pelotas de trapo, cometas, manillares de motos de la policía, anzuelos para cazar lagartos y para ir de pesca, y más cachivaches para nuestros juegos cotidianos. Jugábamos a calimbre, a la pelota—ojeando las esquinas no sea que apareciera el guardia Chanito, conocido como el Porra Cambá, al que le teníamos verdadero pánico—.También jugábamos a la tángara, a piola, a monto la uva monto el garbanzo, al trompo, etc. Recuerdo quitarle la púa a los trompos, meter una mosca en el agujero y volver a poner la púa, porque los de más edad nos decían que así sonaba mejor el zumbido que hacía mientras bailaba. Tirados en la calle, con la oreja pegada al trompo, nos parecía que, efectivamente, sonaba mejor.

No debemos olvidar que en aquella época el barrio de Vegueta lo componían un conjunto de microbarrios, razón por la que se hacían guirreas entre esos microbarrios. Los proyectiles eran bolitas de barro, pues algunas de las calles tenían piso de tierra. Las bolitas las redondeábamos y compactábamos con las manos, como si fueran pellas de gofio. Siempre había algún zarandajillo de los contrarios que enmascaraba una piedra cubriéndola con barro. Más de una “coneja” en la cabeza alcancé, de lo que me enteraba después de que uno de los bandos levantara el pañuelo blanco y los compañeros me vieran el hilo de sangre. Y cuando llegaba a mi casa, el tortazo de mi madre nunca faltaba, por el disgusto que le daba.

Como ven, las horas de asueto en la calle las aprovechábamos intensamente, porque en casa había que estudiar y portarse bien.

Ahora, si ustedes me lo permiten, y continuando en el recuerdo, quisiera comentar algo sobre costumbrismo y personajes populares de esos tiempos.

Por aquel entonces, diariamente bajaba por el Callejón de Los Majoreros un ganado de cabras, con sus campanillas colgándoles al pescuezo para que todo el mundo oyera su llegada. En cabecera iba el cabrero con la medida de leche en la mano para despacharle a la gente. A la cola iba un perro, que era más listo que los ratones “coloraos”, pues mantenía a las cabras en su sitio, no sea que alguna se espantara.

Grupos de mujeres, que no tenían cabras en la azotea, hacían cola con escudillas, lebrillos “melaos” o calderos para comprar la leche, y el beletén, si había una cabra recién parida.

También por aquellas calles pasaba el afilador, que tocaba una especie de flauta con sonido muy particular. Y así, las mujeres salían de las casas, con tijeras y cuchillos amellados, para que aquel caballero se los afilara.

Igualmente, pasaban mujeres que venían del barrio de San Cristóbal a vender pescado. Llevaban un rolo de tela negra en la cabeza y encima la cereta con el pescado, que tapaban con un trozo de saco guano mojado para que no se le arrimaran las moscas, según decía la gente.

Un personaje de esa época fue el conocido como Pepe el Bobo y, más extendido aún, como Pepe Cañadulce, que era una persona con discapacidad intelectual, con algo más de veinte años. Recuerdo verle casi siempre con un tambor colgado al totizo y los palillos en las manos dándole siempre machangazos a aquel tambor, mientras anunciaba las películas del Torrecine, o las funciones del Circo Toti o del Circo Segura, cuando éstos se instalaban en el barrio. Apenas terminaba la cantinela de los anuncios, se oía la voz de algún mataperros, que decía:

— ¡Cañadulce!

Entonces, Pepe se paraba y se quedaba mirando para todos los lados buscando al autor del grito, pero no alcanzaba a ver a nadie. Inmediatamente decía:

— ¡Soma el jocico, mamón! ¡Me cago hasta en tu abuela!

D. Juan Torres, propietario del Torrecine, se preocupaba mucho de Pepe, así que si éste se pasaba alguna vez de listillo, D. Juan le llamaba la atención y lo ponía derecho como una vela. La reacción de Pepe era anunciar las funciones del cine diciendo:

— ¡No vayan al Torrecine, que hay pulgas!

Quisiera aprovechar este pequeño anecdotario de Pepe para decirles que llevo muchos años trabajando en beneficio de personas con discapacidad intelectual, lo que me permite decir que conocerlas es, y digo bien, amarlas. Intenten conocerlas.

Margarita la Corcová era una mujer que podría tener entre 50 y 60 años. Chiquitita, flaquita, arrugadita, con una mirada triste como los perros viejos, subía todas las tardes, al oscurecer, por el Callejón de Los Majoreros.

Por aquel entonces, los zaguanes de las casas tenían siempre abiertas, al menos, una de las dos puertas que daban a la calle, y con la luz apagada.

Margarita caminaba siempre bastón en mano y arrastrando las piernas, razón por la que hacía sus paradas a intervalos para descansar. Los chiquillos del barrio que, como niños, éramos unos mataperros, solíamos, al oscurecer, reunirnos dentro de un zaguán y esperar a ver si Margarita, por casualidad, entraba allí a tomarse su descansito. Como estaba oscuro, no nos veía al entrar, y entonces, todos a la vez, gritábamos:

— ¡Uuuuhhhh!

Y la pobre viejita daba un grito de terror, se quedaba clavada en el suelo, sin dar un paso, y hasta se meaba, a punto de darle un fatuto y quedarse tiesa. Después, nos desalábamos en pedirle perdón, hasta que ella se calmaba, momento en que abría la boca para cagarse en nuestras madres y nuestras abuelas, dando bastonazos a diestro y siniestro. Alguno alcancé.

A principios de los años cuarenta llegó al barrio un grupo de clérigos peninsulares que se llamaban los Misioneros. Su presencia duró algunos días, en los que la gente no hablaba sino de Las Misiones.

Empezaban alrededor de las cinco de la madrugada y era sorprendente verles dándole golpetazos a las puertas de los zaguanes y gritando:

— ¡Levantaos, gandules, pecadores!

La gente iba saliendo de las casas y se iba formando una comitiva, cada vez más larga, en la oscuridad de la noche, con rezos y canciones religiosas. Recuerdo que los misioneros no se ponían todos juntos encabezando la comitiva, sino que se distribuían parte en la cabecera y parte en la cola, para comprobar que todo el mundo rezaba y nadie se escabullía.

Las mujeres iban tocadas con mantillas canarias o con velos negros sujetos a la cabeza con trabas del pelo. Las viejitas, además, se cubrían la espalda con pañoletas de punto negras.

Con ese trajín, y después de la experiencia de la primera noche, unos cuantos chiquillos del barrio decidimos hacer mataperrerías para pasar mejor la madrugada. A nuestras madres les sisamos imperdibles, alfileres o trabas de la ropa y, ya metidos en medio del gentío, nos desperdigamos y empezamos a amarrar las pañoletas de las viejitas, por parejas. Al rato, unas que tiraban de su pañoleta para abrigarse mejor, otras que se apartaban de la vecina, otras que se paraban para suspirar, lo cierto es que las pañoletas empezaron a saltar por el aire de un lado a otro. Aquellas mujeres comienzan a dar gritos de la cabeza a la cola de aquel reguero de gente, los curas desencajados por aquel revuelo inesperado y, en medio de la oscuridad, nadie sabía qué estaba pasando. Y nosotros, tiesos como velas, aguantando la risa. Un rato más tarde, todo el mundo se enteró de lo que había ocurrido y la risotada de la gente, incluído los misioneros, fue tremenda. Nadie supo nunca quiénes fueron aquellos mataperros.

Amén de otras celebraciones en las que la Parroquia de Santo Domingo participa muy activamente, no quiero omitir la fecha del 3 de Febrero. Recuerdo comprar ese día el “hilo de San Blas”, aquí al lado, en la ermita del Colegio de San Antonio, que se sujetaba al cuello hasta el miércoles de ceniza, momento en que lo cortábamos y quemábamos hasta convertirlo en cenizas.

Hoy, con este pregón, se inician las Fiestas de la Virgen del Rosario. Como siempre, se espera la presencia de un buen número de romeros con sus carrozas, habrá verbena, charlas, música folclórica, conciertos, etc. Culminando ese camino, gozaremos de la procesión de Nuestra Señora, el 7 de Octubre, con el recogimiento de siempre. Las gentes del barrio, una vez más, recibiremos, con la tradicional hospitalidad, a todos los visitantes deseosos de disfrutar de estas fiestas. Y si alguno se pasa de rosca, que no lo creo, coscorrón y tente tieso.

Para terminar… Sí, ya termino. Quiero felicitar a la Asociación de Vecinos Vegueta-Santo Domingo, así como a esta parroquia y personas, asociaciones e instituciones que colaboran con ella, por haber reinstaurado estas fiestas tan nuestras, tan emotivas y de tanta tradición, y que, año tras año, vienen ganando en realce y popularidad dentro de la ciudad, merced a su constante y eficaz trabajo.

¡Brindo, aunque sin copa en la mano, por La Virgen del Rosario, por el barrio de Vegueta, y por las Saros, las Charos y las Charinas!

¡Felices fiestas!

Muchas gracias. Buenas noches.

Oscar Gutiérrez Ojeda, 27 Septiembre 2007