miércoles, 13 de enero de 2010

EL 13 DE ENERO

El compañero Manolo Rodríguez, miembro de la Junta Directiva del GRUPO 13 DE ENERO, me sugirió escribir algo en referencia a nuestra siempre bien recordada Escuela de Comercio, para hacerlo público hoy, primer 13 de este año 2010, cuyo encargo me encantó. Queda por averiguar si su lectura le encantará también a este auditorio, siempre tan exigente.

Como todos sabemos, la Escuela de Comercio (hoy Fundación Mapfre Guanarteme) estaba situada frente a la hermosa Fuente del Espíritu Santo, donde, por cierto, no se moja el agua. La Escuela tenía dos puertas de acceso: una para las niñas, que, después de atravesar el zaguán, subían al piso alto, donde permanecían entre clases. Y otra para los muchachos, que cruzaban un largo y no estrecho corredor, con una hilera de bancos, hasta llegar al amplio patio, lugares únicos donde quedaban situados, alega que te alega, entre clase y clase. Y pobre del guapito que se le ocurriera cruzar el zaguán de las niñas.

El patio, sin bancos para sentarse, era el lugar ideal para estar y mirar hacia arriba, pero no al cielo sino a la planta alta , donde había unos corredores o balconadas que solían ocupar las niñas en sus charlas, unas con faldas estrechas y otras con faldas vaporosas, que sujetaban entre sus piernas, en un intento de frenar las miradas impúdicas de los muchachitos.

Las aulas estaban distribuidas en varias plantas del edificio. La mayor de todas, con ventanas a la calle, estaba en la planta más alta.

Ahora quisiera disfrutar, una vez más, del recuerdo de aquellos añorados tiempos de dorada primavera de la vida, situando, como actores principales, a los profesores:

Los dos cursos de inglés estaban a cargo de D. Francisco Fiol, a su vez Director de la Escuela. Cuando se enfadaba con algún alumno, bien por las escapadas del Día de la Fuga de San Diego, o bien por quedarse traspuesto en clase, lo tachaba de “ente excecrable”, al tiempo que secuencialmente daba resoplidos por aquella nariz aguileña. Recuerdo que cuando se dirigía a mí o al compañero Oscar Hernández nos llamaba “D. Oscar”. Al resto de la clase les llamaba por el apellido. Por cierto, el amigo Hernández, que siempre se sentaba estratégicamente, no paraba de darle a la manivela en plena clase.

Continuando con los idiomas, D. Alfonso Canellas era el profesor de francés. En clase fumaba como un carretero, tosiendo continuamente. Era de estatura más bien baja y flaquito como un pejín, pero tenía voz de bajo abaritonado. Cuando nos estaba enseñando a pronunciar la “eu”, la “r”, o la “en”, lo repetía tanto, con aquella voz tan grave, que terminábamos aguantando la risa como mejor pudiéramos. D. Alfonso miraba a los risueños y se limitaba a llenar la lista de ceros.

D. Francisco Reina era el profesor de alemán. Hacía mucho hincapié en la pronunciación, y no solía enfadarse, pero si alguien iba de listillo le ponía su cerito en la lista y a otra cosa mariposa.

Los diversos cursos de matemáticas estaban a cargo de D. Juan Lozano, a su vez Secretario de la Escuela. Nunca supimos lo que era la analítica, ni el cálculo de probabilidades, ni las integrales, pero le temíamos a su sonrisa, porque era el preludio del cero.

En referencia a física y química, repetí curso, que tampoco aprobé en Junio siguiente sino en Septiembre. D. Bartolomé cogía la hebra con los ”játomos” y no había hijo de vecino que lo entendiera. Lo mismo ocurría con química, llenando la pizarra de moléculas de materias orgánicas e inorgánicas, cuyos dibujitos no los entendía ni Dios.

D. Teodoro Rosales tenía a su cargo la geografía económica. Al parecer, en su juventud vivió en Alemania. Cuando hablaba de ese país, en referencia a su economía, era tal la añoranza que lo envolvía, que terminaba sacando el pañuelito del bolsillo para rozarlo por sus vidriosos ojos. Esa demostración sentimental que afloraba en su rostro llenaba nuestros corazones hasta contagiarnos.

Ahora voy a darle el turno a la legislación de Hacienda. Para esta asignatura había un texto fabricado con papel de color ceniza y la letra más pequeña que la cabeza de un piojo. La clase estaba a cargo de D. José Oramas, quien explicaba la materia manteniendo el mismo tono, timbre, ritmo y volumen de voz durante la hora entera de clase, de tal manera que era muy fácil dormirse, máxime mirando a D. José, con su típico semblante somnoliento. Aquella horita era un verdadero “tótem”. Los ceros fueron los habitantes asiduamente empadronados en la lista, de principio a fin de curso Lo paradójico del caso es que, corriendo los años, mi vida profesional ha transcurrido básicamente en el terreno de la fiscalidad, sintiéndome muy feliz.

D. Manuel González era el profesor de contabilidad, a quien le gustaba la coña más que comer. Cuando hacía una pregunta a un alumno, aún cuando la respuesta fuese perfecta, siempre decía : ¡Lo ha dicho un burro!. La verdad es que era muy fácil aprender con él.

La clase de derecho la daba D. Joaquín Mª Aracil, hombre de frente prolongada, o quizás era calvo. Era cojo y se movía siempre con un bastón, arrastrando la pierna derecha, ¿o la izquierda? . Todo el alumnado decía siempre que el colmo de la Escuela de Comercio era dar clases de derecho con un profesor cambao.

Aunque no haga un aparte con cada uno de ellos, quisiera hacer patente el recuerdo de D. Eladio Moreno, D. Felipe de la Nuez (que no es lo mismo que la nuez de D. Felipe, según el comentario de la época), D. Isidro Brito, D. José de Britto, D. Mario Augusto Romero, D. Santiago Ascanio, etc.

Tampoco podemos olvidar a Periquito, que era el bedel. Esta palabra tan mona, no típica del habla de la época en Canarias, nos la enseñó D. Joaquín Mª Aracil, que para eso era peninsular. Periquito era un hombre de avanzada edad que le gustaba mucho la coña socarrona, pero siempre y cuando fuese de su iniciativa. Si algún gracioso pretendía coñearse de él, se armaba la marimorena, pues se ponía como una fiera y hasta levantaba la mano, amenazante. <<¡Carajo con este machango!>>, era su expresión más común. De resto era una persona normalita, aunque con semblante serio, que hablaba lo imprescindible, pero ayudaba a la muchachada en problemillas domésticos.

Cuando ya éramos galletones y mirábamos p’al cañizo solíamos bajar a la Plaza de Santa Ana, entre clase y clase o fumándonos una clase, para practicar el idioma inglés con las turistas que traían las guaguas desde los hoteles de la Playa de Las Canteras. En esa época el Sur de la isla lo constituían exclusivamente fincas de tomateros, que lindaban con la arena costera.

Junto a la Plaza de Santa Ana, por cierto, estaba de lunes a viernes Guillermito el árabe con su carrillo lleno de chucherías, desde chufas hasta pastillas y pirulís, pasando por cigarrillos y los clásicos chochos. Era un hombre de esqueleto más bien alto, doblao de espalda, con cara redonda que lucía un espeso bigote. Cuando nos caía alguna perrilla en el bolsillo desembocábamos allí, intentando siempre armar alguna coña con eso del idioma, antes de comprarle las chucherías, lo que hacía que Guillermito se engrifara como un gato, hablando medio en árabe , medio en español, hasta que nos volvía locos o lo volvíamos loco. Aquello era una verdadera gozada. No hay nada más bonito que una buena mataperrería. ¡A que sí!

No puedo terminar sin enviar un cariñoso recuerdo a unos buenos y verdaderos amigos, compañeros de la Escuela de Comercio, que desde hace años dejaron las alegrías y tristezas de este mundo, que sus vidas quedaron interrumpidas, como son Andrés Alvarado Janina, Cristóbal González Barreto, Claudio Rodríguez Rodríguez, José Antonio Morales Martinón y Manolo Cabrera Suárez. Si no menciono expresamente a alguno más, que nadie se sienta ofendido por mi olvido, que no quiere ser olvido, y casi lo prefiero así para no entristecer este 13 de Enero.

Leído que fue en el “Restaurante El Herreño”, a la hora del café del día 13 de Enero del bendito año 2010 de Nuestro Señor.

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